Dos años y dos días después: el clon brasileño de Trump hace lo mismo, pero escondido en Mar-a-Lago

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Washington, 6 de enero de 2021: hordas trumpianas invaden, estilo escuadronero, el Capitolio, materializando el intento golpista de su corrupto y dictatorial jefe, reclamando la anulación de la elección que el demente perdió dos meses antes.

Inicialmente en la Oficina Ovalada de la Casa Blanca, monitoreando la situación, Trump quiso, en determinado momento, estar con su gente, pero agentes del Servicio Secreto -la seguridad presidencial USA- se lo impidieron -con todo y forcejeo-.

Si el plan hubiese prosperado, se habría llevado a cabo el primer golpe de Estado, en la historia de Estados Unidos, sin un asesinato presidencial -aunque las turbas trumpianas buscaron al vice, para ahorcarlo-.

Brasilia, 8 de enero de 2023: hordas bolsonaristas invaden las sedes, respectivamente, de los poderes Legislativo, Ejecutivo, y Judicial, llamando a la intervención militar para anular la elección que su fascista jefe perdió tres meses antes.

Bolsonaro y Trump, juntos, en Mar-a-Lago -la residencia del ex presidente estadounidense, en el sudoriental estado de Florida-, probablemente monitoreando la situación, y disfrutando las imágenes televisadas del masivo ataque terrorista a las instalaciones de las tres instituciones, en la brasiliense Esplanada dos Ministérios (Explanada de los Ministerios).

Si la inconstitucional agresión hubiese prosperado, se habría llevado a cabo un nuevo golpe militar, casi cuatro décadas después del cierre de la nefasta etapa en la historia brasileña marcada por la dictadura que imperó, de 1964 a 1985, en el geográficamente mayor país latinoamericano.

Al igual que Trump -el 10 de enero de 2021-, Bolsonaro -el 1 de enero de 2023- se mantuvo ausente de la asunción presidencial de su sucesor -patán se nace, no se hace-.

Y, al igual que Trump -hace dos años, a bordo del helicóptero presidencial militar-, Bolsonaro -ahora, a bordo del avión presidencial militar- se dirigió, según versiones periodísticas, a Mar-a-Lago, la residencia de quien probablemente ha sido el peor presidente que Estados Unidos ha tenido en casi dos siglos y medio de historia independiente.

Probablemente allí, en Palm Beach -la isleña localidad donde se ubica la lujosa propiedad-, durante los días que siguieron a su autoexilio, el misógino ultraderechista capitán retirado afinó, con su guía espiritual, los detalles del bolsonarazo.

La acción golpista perpetrada en Brasilia fue, dos años y dos días después, una réplica conceptual del intento de quiebra de la institucionalidad estadounidense.

Exactamente como lo hizo el mediocre aspirante a dictador de Estados Unidos, su contraparte de Brasil estimuló a incondicionales seguidores, mediante declaraciones -luego de un par de días de silencio tras su derrota en la segunda vuelta electoral, el 30 de octubre- en las cuales dio a entender que Lula ganó mediante fraude.

Aunque el triunfo del ex sindicalista metalúrgico fue justado -50.90 por ciento, frente a 49.10 por ciento de Bolsonaro, mostrando un país peligrosamente polarizado en proporciones virtualmente iguales-, y sin perjuicio de que la derecha es mayoría en el parlamento, la victoria lulista fue una bofetada -ida y vuelta- a la ultraderecha brasileña -y latinoamericana- y, específicamente, al bolsonarismo.

El capitán retirado no pudo soportar que, el candidato a quien, en connivencia con el corrupto juez Sergio Moro, hizo espuriamente enjuiciar, y encarcelar (2018) -por presunta corrupción-, no solamente fue absuelto, por el máximo tribunal judicial del país, sino que regresó -y lo derrotó-.

A diferencia de la elección presidencial de 2018, Bolsonaro no pudo, el año pasado, meter preso a Lula para que -otra vez- no participara en la votación de octubre, con lo que se garantizó la derrota en su intento por reelegirse.

De modo que, a sus dos mandatos presidenciales consecutivos (2003-2007, 2007-2011), el difamado dirigente agregó el nuevo cuatrienio (2023-2027), que inició el 1 de enero-exactamente, una semana antes del intento golpista-.

La venganza de Bolsonaro no podía ser sino como fue: violatoria de la constitución brasileña.

La respuesta de Lula -quien, al momento del bolsonarazo, llevaba a cabo una actividad oficial en la localidad de Araraquara, en el sureño y costero estado de São Paulo-, fue contundente.

“Nosotros consideramos que hubo falta de seguridad, y quiero decir que todas las personas que hicieron esto, serán halladas y serán castigadas”, advirtió, en declaraciones a periodistas.

El presidente habló después de haber leído el decreto mediante el cual implementó -hasta el 31 de enero- la intervención, por parte del Poder Ejecutivo, de la Seguridad Pública en el Distrito Federal -Brasilia, la capital nacional-.

El gobierno central asumió, así, los poderes de la administración municipal brasiliense, que fueron temporalmente suspendidos, además de haber designado un interventor.

Ello, para detener el “grave compromiso del orden público en el Estado del Distrito Federal, marcado por actos de violencia e invasión de edificios públicos”, de acuerdo con lo señalado en el decreto, en el chal también se indicó que el interventor designado es el secretario ejecutivo del Ministerio de Justicia, Ricardo García.

Respecto al acto de vandalismo bolsonarista, el mandatario explicó, además, que “la democracia garantiza el derecho a la libre expresión, pero también exige que las personas respeten a las instituciones”.

“No tiene precedente, en la historia del país, lo que hicieron hoy”, aclaró, para agregar que, “por eso, deben ser castigados”.

Al revelar la existencia una conspiración detrás de la movilización de miles de fanáticos ultraderechistas, Lula advirtió que “vamos a descubrir quiénes son los financiadores de quien fue hoy a Brasilia, y todos ellos pagarán con la fuerza de la ley”.

También reafirmó que “esas personas, esos vándalos, que uno podría llamar nazis fanáticos (…) fascistas fanáticos, hicieron lo que nunca se hizo en la historia de este país”.

Respecto al descontento del bolsonarismo por el resultado de la votación presidencial, Lula aseguró que “es importante recordar que la izquierda brasileña ya tuvo gente torturada, ya tuvo gente muerta, ya tuvo gente desaparecida, y nunca, nunca, ustedes leyeron ninguna noticia de algún partido de izquierda, de algún movimiento de izquierda invadiendo el Congreso Nacional, la suprema corte, o el Palacio del Planalto (sede del Poder Ejecutivo)”.

Al igual que el 6 de enero en Washington, el 8 de enero en Brasilia tuvo anticipo.

Por ejemplo, la noche del 30 de octubre -y días siguientes-, inmediatamente después de conocerse los números del triunfo lulista, cientos de bolsonaristas protagonizaron incidentes callejeros, mientras exigían la anulación de la votación llevada a cabo ese día.

A partir de entonces, llevaron a cabo plantones, delante de instalaciones militares a nivel nacional, exigiendo la intervención uniformada para impedir la nueva asunción presidencial de Lula.

Ello, mientras Bolsonaro mantenía silencio -lo que ocurrió durante casi dos días-, negándose, de hecho, a aceptar la derrota.

Y, cuando habló, se abstuvo de formular ese reconocimiento, pero envalentonó a sus irracionales huestes, afirmando que “los actuales movimientos populares son fruto de indignación y de sentimiento de injusticia de cómo se dio el proceso electoral”.

Bolsonaro intentó, así -con su habitual deficiencia conceptual- dar fuerza a su temeraria denuncia sin fundamento -previa a la votación de segunda vuelta-, de que la elección sería manipulada para favorecer a Lula.

El inicio de la guerra de desestabilización ultraderechista contra el nuevo gobierno de Lula, era cuestión de tiempo.

Ya empezó.

Ahora, hay que ver cuánto va a durar, qué logrará, si seguirá la ruta del plan regional iniciado en Argentina -con el mafioso lawfare contra Cristina Fernández- y en Perú -con el golpe parlamentario que derrocó a Pedro Castillo-.

La moneda está en el aire.

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