Donald Trump es -entre otros numerosos rasgos personales insoportablemente tóxicos-, un mentiroso compulsivo.
Medios de comunicación estadounidenses le registraron, solamente para su primer inquilinato en la Casa Blanca (2017-2021), algo más de 30 mil afirmaciones falsas.
Y, a juzgar por lo que está ocurriendo en las primeras caóticas semanas de su nefasto regreso, está autosuperándose.
En dos discursos -el de su segunda juramentación, el 20 de enero, y el de su primera presentación parlamentaria de este período, el 4 de marzo-, lo mismo que en declaraciones a medios de comunicación, el autócrata se muestra más creativo que antes, en cuanto a imponer su arbitraria versión de la realidad -que es absolutamente ajena, precisamente, a la realidad-.
Lo hace, sobre la base de que, según su megalomanía -y la imbecilidad de sus acríticos seguidores-, cualquier cosa que diga es cierta -porque él lo dice, fin de discusión-.
Su estilo -caracterizado por la exageración, las aseveraciones sin respaldo, la inevitable patanería- marcó el discurso que perpetró en la reunión conjunta del Congreso -Cámara de Representantes más Senado-.
El ambiente -de notorio ausentismo opositor- fue, al inicio, una caótica combinación de estridente apoyo -por parte de legisladores republicanos- y el abucheo -por parte de sus contrapartes demócratas-.
En ese cuadro de situación, se produjo la expulsión del representante demócrata Al Green, ordenada por el presidente de la cámara -el mediocre republicano Mike Johnson-, y ejecutada por efectivos de seguridad del recinto.
Los gritos de “USA! USA!”, de los republicanos -efusivos trumpistas incluidos, por supuesto-, fueron enfrentados con expresiones de Green, quien interrumpió a Trump, cuando el desquiciado presidente empezaba a mencionar lo que describió como los iniciales éxitos
-sin precedente- de su nueva administración.
El legislador demócrata, encaró a Trump, respecto a los criminales recortes presupuestarios anunciados para el programa de salud pública denominado Medicaid.
“Usted no tiene derecho a cortar Medicaid!”, exclamó.
Y, de salida, mientras iba custodiado por el personal de seguridad, se dirigió a los legisladores republicanos -quienes continuaban coreando “USA! USA!”-: “debería darles vergüenza!”.
Entre las arbitrarias apreciaciones que formuló desde los primeros minutos del discurso de casi dos horas, Trump afirmó que su segunda presidencia marca “el amanecer de la era de oro de Estados Unidos”, y que ha consistido en “veloz e inclaudicable acción para recibir la era más grade y más exitosa en la historia de nuestro país”.
“Hemos logrado más, en 43 días, que lo que la mayoría de las administraciones logró en cuatro años u ocho años, y apenas estamos empezando”, agregó, de inmediato, en la alocución interrumpida, cada pocos minutos, por rondas de aplauso -en todos los casos, de pie-, por parte del bloque oficialista, y de los invitados trumpistas.
Al mismo tiempo, varios demócratas mostraban, recurrentemente, pequeños rótulos circulares -letras blancas sobre fondo negro- con inscripciones tales como: “falso” (“false”), “eso es mentira” (“that’s a lie”), “no es verdad” (“not true”), “Musk roba” (“Musk steals”) -en este caso, en alusión al billonario sudafricano/canadiense/estadounidense ilegítimamente encargado por Trump para desbaratar el aparato estatal-.
“Regreso a este recinto, esta noche, para informar que el impulso de Estados Unidos ha regresado, nuestro espíritu ha regresado, nuestro orgullo ha regresado, nuestra confianza ha regresado, y el sueño estadounidense está surgiendo mayor y mejor que nunca antes”, afirmó, en permanente autoalabanza.
“El sueño estadounidense es indetenible, y nuestro país está a punto de recuperarse, como el mundo nunca ha atestiguado -y quizá nunca atestigüe otra vez-”, aseveró, leyendo, alternadamente, de un par de teleprompters, para subrayar -en una de varias, breves improvisaciones-: “nunca ha habido nada igual”.
“La elección Presidencial del 5 de noviembre fue un mandato como no se ha visto en muchas décadas”, expresó, en el discurso demagógico/triunfalista -propio de campaña electoral más que de mensaje presidencial-, débil conceptualmente, desbordante de expresiones menospreciantes y ofensivas hacia quienes lo adversan.
Atribuyéndose méritos como gobernante, afirmó que, “las pasadas seis semanas, he firmado casi 100 órdenes ejecutivas (decretos presidenciales, executive orders), y he tomado más de 400 acciones ejecutivas -un récord-, para restaurar el sentido común, la seguridad interna, el optimismo, y la riqueza en toda nuestra maravillosa tierra”.
A ello, agregó que “el pueblo me eligió para hacer el trabajo, y estoy haciéndolo”.
A continuación, incurrió en una de las más flagrantes imprecisiones -para definirlas moderadamente-, como siempre, sin precisar fuente alguna.
“De hecho, muchos han afirmado que el primer mes de nuestra presidencia -es nuestra presidencia- es el más exitoso en la historia de nuestra nación”, aseveró, dirigiéndose, específicamente, a los republicanos -quienes respondieron con otro largo aplauso, y con gritos de apoyo, siempre, poniéndose de pie-.
De inmediato, el mitómano se permitió decir: “lo que lo hace aún más impresionante es que, ustedes saben quién es el número dos? George Washington”, en referencia al primer presidente (1789-1793, 1793-1797), uno de los fundadores de Estados Unidos, y la figura histórica nacional más venerada por sucesivas generaciones.
“Qué tal? Qué tal?”, preguntó, generando risas y aplausos de sus simpatizantes, para afirmar, regodeándose: “no conozco esa lista, pero la aceptamos” -traducción, del trumpiano básico, al español: la lista no existe-.
Sin embargo, existen varias listas que clasifican a los presidentes estadounidenses, nóminas que establecen un ranking según eficiencia -o ineficiencia-.
Esas enumeraciones son, usualmente, incluidas en estudios académicos -por lo general, anuales- producidos, principalmente, por universidades nacionales, para evaluar las respectivas gestiones de los -hasta ahora- 44 jefes de Estado, las que, por lo general ubican, a Washington, en alguno de los tres primeros lugares.
Las más recientes -que incluyen la primera presidencia trumpiana-, invariablemente ubican, al desquiciado mitómano, en alguno de los tres a cinco últimos lugares -generalmente, en el último-.
En uno de estos casos, el Instituto de Investigación (Research Institute) de la Universidad Siena (Siena College), dio a conocer, el 22 de junio de 2022 -casi un año después de concluida la primera residencia de Trump-, los resultados de la 7ª. Encuesta Presidencial de Expertos 1982-2022 de Siena (Siena’s 7th. Presidential Expert Poll 1982-2022).
“Por la sétima vez desde su implementación en 1982, la Encuesta (…) revela que los expertos clasifican a Franklin D. Roosevelt, Abraham Lincoln, George Washington, Theodore Roosevelt, y Thomas Jefferson como los cinco principales jefes ejecutivos de Estados Unidos”, informó la entidad, en su sitio en Internet, aclarando que se trata, por lo tanto, de “los mejores” gobernantes del país norteamericano.
“Por segunda vez, los académicos incluyen a Donald Trump, junto con -Andrew Johnson, James Buchanan, Warren Harding, y Franklin Pierce entre los cinco últimos”, señaló, a continuación.
Pero Trump aparece en desventaja no solamente en el ranking general sino que, también, en la calificación según las “20 Categorías presidenciales” establecidas por los expertos de Siena.
Entre las principales, en el rubro “Inteligencia”, el egocéntrico autócrata se ubicó -nada sorprendente- en el último lugar, lo mismo que en “Integridad”.
Y, no obstante su ridículo jactarse de ser un estadista de alta categoría en el campo internacional -aseverando inexactitudes tales como que los líderes mundiales “me respetan”-, en el componente “Logros en Política Exterior” también apareció último.

Los clasificados como primeros, en esas tres categorías fueron, Abraham Lincoln (1861-1865) -en las dos de inicio-, y Franklin Roosevelt (1933-1937, 1937-1941, 1941-1945, marzo/abril 1945) -en la tercera-.
Otra monumental falacia, consistió en declararse campeón de la libertad de expresión, no obstante la represión que su régimen está, dictatorialmente, imponiendo a la prensa que cubre la Casa Blanca.
La mira de tal agresión trumpiana está enfocada, entre otros objetivos, en medios de comunicación estadounidenses cuyo alcance es internacional.
Se trata, por ejemplo, de los diarios The New York Times (NYT), The Washington Post (WP) -también conocido como “The Post” y “WaPo”-, la cadena de televisión informativa Cable News Network (CNN), y, más recientemente, la agencia noticiosa The Associated Press (AP).
La agresión antiperiodística no es sino la violación de la garantía fundamental de, libremente, informar y tener acceso a información -así como, de igual manera, expresar opinión-.
En el 19 de sus 31 artículos, la Declaración Universal de los Derechos Humanos -aprobada, en 1948, por la Asamblea General de las Naciones Unidas-, establece que “todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión”.
Y que “este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión”.
Por otra parte, la primera de las -hasta ahora- 27 enmiendas a la Constitución estadounidense -la reforma titulada “Libertad de Religión, Expresión, Prensa, Reunión, y Petición” (“Freedom of Religion, Speech, Press, Assembly, and Petition”)-, blinda esos derechos básicos.
Ello, planteando, entre otros irrefutablemente claros conceptos, que “el Congreso no hará ninguna ley respecto (…) a limitar la libertad de expresión, o de prensa”.
Pero, no obstante la flagrante violación a esas disposiciones, en su discurso en el Congreso -y ejerciendo, sin control, su peligroso negacionismo-, el autócrata se permitió aseverar que “he detenido toda censura gubernamental, y traído, de regreso, la libertad de expresión, a Estados Unidos”, para, a continuación, reafirmar: “regresó”.
Pero el Comité para la Protección de los Periodistas (Committee to Protect Journalists, CJP) se le adelantó, cuando denunció, el 14 de febrero -18 días antes del demencial discurso en el Congreso-, la existencia de “un preocupante patrón de represalias contra la prensa libre en las primeras semanas de la administración de Donald Trump”.
“El último episodio” en ese cuadro de situación, es “la decisión de la Casa Blanca de impedir que The Associated Press (AP) cubra eventos oficiales después de que la AP decidiera referirse al Golfo de México por su nombre reconocido internacionalmente”, precisó CPJ, en la declaración que, sobre el tema, emitió ese día, indicando que “la Casa Blanca prohibió a un reportero de AP cubrir dos eventos oficiales”.
Ello, “tras la publicación de guías de estilo (de la agencia) ampliamente utilizadas, en las que señalaba que la orden de Trump de cambiar el nombre a Golfo de América sólo tenía autoridad dentro de Estados Unidos y que, como agencia de noticias global, continuaría refiriéndose al Golfo de México por su nombre de 400 años de antigüedad ‘mientras reconoce el nuevo nombre elegido por Trump’”, explicó el comité.
El CJP hizo, así, referencia al golfo cuya superficie cubre alrededor de 1.5 millones de kilómetros cuadrados, y es compartido por Estados Unidos, México, y Cuba -en orden de extensión de aguas territoriales: respectivamente, 800 mil, 600 mil, y 100 mil kilómetros cuadrados-.
Lo bordean las costas de, respectivamente, los sureños estados de Florida, Alabama, Mississippi, Louisiana, Texas -en Estados Unidos-, los orientales estados de Tamaulipas, Veracruz, Tabasco, Campeche, y Yucatán -en México-, y las occidentales provincias de Pinar del Río, y Artemisa -en Cuba-.
No obstante, la realidad geopolítica, Trump tomó, unilateralmente, la decisión del cambio de nombre, ignorando las otras dos soberanías -pero eso no le importó, ya que, según su racista/xenofóbica/imperialista definición, formulada el 11 de enero de 2018, no son más que dos “países de mierda” (“shithole countries”)-.
El tema de la arbitraria redesignación del trinacional golfo tiene origen en uno de los numerosos decretos presidenciales -órdenes ejecutivas (executive orders)- que el megalómano firmó el 20 de enero, a continuación de su juramentación para ejercer el cargo durante el cuatrienio 2025-2029.
Confirmando la insultante posición que mantiene respecto a México -ahora, indudablemente agudizada por el fuerte e infaltable factor de misoginia-, Trump tituló ese decreto “Restableciendo Nombres que honran la Grandeza Estadounidense” (“Restoring Names that honor American Greatness”).
En la cuarta de sus seis secciones -la que se refiere al “Golfo de Estados Unidos” (“Gulf of America”)-, se indica, con injuriosa redacción imperialista, que “el área antes conocida como el Golfo de México, ha sido, durante largo tiempo, un bien integral de nuestra otrora pujante Nación, y ha permanecido como una parte imborrable de Estados Unidos”.
“El golfo fue una arteria crucial para el comercio inicial de Estados Unidos, y global”, además de que “es el golfo más grande del mundo”, y “sus recursos naturales y su fauna siguen siendo centrales para la economía estadounidense, hoy”, se indica, hipócritamente, a manera de información oficial.
“La generosa geología de su cuenca lo ha convertido en una de las más prodigiosas regiones de petróleo ny gas en el mundo, proporcionando aproximadamente 14% de la producción de petróleo crudo de nuestra Nación, y una abundancia de gas natural”, según la descripción contenida en el decreto -la que surge como confesión de hecho, respecto a la probable/lucrativa motivación trumpiana detrás de la provocación-.
Todo ello, “consistentemente impulsa nuevas e innovadoras tecnologías que nos han permitido explotar algunos de los más profundos y más ricos reservorios petrolíferos del mundo”, de acuerdo con lo indicado, que, además, incluye referencias a la importancia del golfo en materia pesquera, naviera, y turística.
“El golfo seguirá desempeñando un papel clave en la forja del futuro de Estados Unidos y de la economía global, y, en reconocimiento de este floreciente recurso económico y su crítica importancia para la economía de nuestra Nación y de su pueblo, estoy ordenando que sea oficialmente renombrado como el Golfo de Estados Unidos (Gulf of America)”.
Seguramente, en su fenomenal ignorancia general, el autócrata desconoce que su decisión es -en el mejor de los casos- de exclusiva aplicación interna estadounidense, de modo que el absurdo cambio de nombre no es de obligatoria aplicación internacional.
Desde el inicio del pleito con AP, en su habitual conducta no-presidencial, Trump se ha referido, ofensivamente, a la agencia, como una entidad de “lunáticos radicales de izquierda”.
El medio de comunicación citó, en una nota informativa que difundió el 6 de marzo, a Trump, como habiendo amenazado con que, arbitrariamente, “vamos a mantenerlos fuera, hasta el momento en que acepten que el Golfo de Estados Unidos (Gulf of America)”.
En la isma nota, se indicó, asimismo: “AP dice que, dado que el cuerpo de agua no está totalmente dentro de Estados Unidos, la orden de Trump no se extendería más allá de las fronteras estadounidenses, y crearía confusión para sus lectores”.
“La posición de AP sobre este tema adquiere peso adicional porque el Manual de Estilo de AP (AP Stylebook), su guía para estándares noticiosos, es ampliamente usado por otras organizacions noticiosas y comunicadores”, agregó, a continuación.
“Su orientación fue continuar usando Golfo de México, porque el nombre es ampliamente reconocible para un público internacional, reconociendo, al mismo tiempo, la directiva de Trump”, precisó.
Respecto a la agresión contra AP, la secretaria de Prensa de la Casa Blanca, la patética trumpiana (redundancia plenamente válida) Karoline Leavitt agregó insulto a la arbitrariedad, cuando, en un triste intento por justificar esa ilegítima conducta, dijo, el 12 de febrero, que el régimen está supuestamente erradicando mentiras.
“Nos reservamos el derecho de decidir quién entra a la Oficina Oval”, afirmó, en alusión a al principal puesto de trabajo del presidente de Estados Unodos, en la Casa Blanca.
“Si sentimos que hay mentiras impulsadas por medios de comunicación, en este lugar, vamos a establecer responsabilidades por esas mentiras”, agregó, en tono amenazante.
“Es un hecho que ese cuerpo de agua frente a la costa de Louisiana se llama el Golfo de Estados Unidos”, planteó, a continuación, exhibiendo absoluta ignorancia respecto a la geografía del lugar -otros cuatro estados de Estados Unodos tienen costa en el golfo, lo mismo que cinco estados mexicanos, y dos provincias cubanas-.
“Y no estoy segura de por qué medios de comunicación no quieren llamarlo así, pero eso es lo que es”, agregó, en trumpiano galimatías.
Sumado a todo lo anterior, Leavitt, en patético servilismo trumpiano, violó, sin dudarlo -al igual que su jefe-, la Primera Enmienda, cuando, en torpe arrogancia, aseveró: “nadie tiene el derecho a hacerle preguntas al presidente”.
O sea: según esta insolente ideóloga trumpiana, Estados Unidos no es más una república sino que se convirtió en una entidad nacional cesarista.
Por su parte, citada en la declaración del CPJ, la directora general del comité, Jodie Ginsberg ubicó el tema en sus dimensiones verdaderas.
“Tomar represalias contra AP, uno de los principales proveedores de noticias basadas en hechos del mundo, por su contenido, socava el compromiso declarado del presidente de los Estados Unodos con la libertad de expresión e impide que su audiencia (la de AP), tanto en el país como en el extranjero, acceda a información”, planteó Ginsberg.
“Esas acciones siguen un patrón de difamación y penalización de la prensa por parte de la actual administración y son inaceptables”, puntualizó.
Es el represivo patrón de las dictaduras.
